ÓSCAR CARRERA
Aunque menos celebrada que la de Jesús y sus apóstoles, la «última cena» del Buda también es un hito en su biografía. Poco antes de morir, el octogenario asceta, ya débil de salud, fue invitado por el herrero Cunda a una comida. El plato estrella, preparado generosamente por el herrero, fue una exquisitez llamada (en pali) sūkara-maddava, traducible por «cerdo tierno» o, de forma menos literal, «delicia de cerdo». Depende de cómo interpretemos el compuesto, se puede entender como algo tierno hecho de cerdo o algo tierno propio de los cerdos, esto es, lo que los cerdos comen (aunque la teoría, propuesta por algunos eruditos europeos, de que se trataba de trufas no encaja con lo que sabemos de la India antigua). Según la tradición, aquel plato estaba en mal estado, o cuanto menos precipitó la muerte ya inminente. El Buda fallecería al día siguiente tras padecer disentería.
Algunos creen en Occidente que todos los budistas son (o deberían ser) vegetarianos, pues su religión los exhorta, desde el primero de sus preceptos, a no matar animales. Aunque nunca lo sabremos con certeza, lo más verosímil es que sūkara-maddava fuera un plato de cerdo, y en cualquier caso los primeros budistas consumían sin complejos alimentos de origen animal. El contraste resultante ha intrigado a muchos, y no sólo en tiempos modernos: ¿cómo podían predicar la no violencia y la compasión por todos los seres, y al mismo tiempo devorarlos? ¿Cómo censurar la matanza de animales, pero no su consumo? ¿Acaso no hace falta matarlos para poder consumirlos?
Preguntas como estas son legítimas, pero proceden de una concepción diferente sobre lo que significa llevar una vida ética. Pese a la difusión global de dietas libres de carne en las últimas décadas, la ética budista temprana es aún bastante desconocida en círculos vegetarianos y ecologistas, con los que tendría muchas posibilidades de diálogo. Como hay diversos linajes budistas, y algunos de ellos son estrictamente vegetarianos, me centraré en la escuela Theravāda, que no lo es ni aspira a serlo. Se guía en ello por las reglas y preceptos del canon pali, nuestro más completo testigo de lo que el primer budismo pudo haber sido.
El renacimiento animal
La cosmología budista tradicional propone seis reinos de existencia: deidades, humanos, animales, espíritus hambrientos, asuras («titanes») y seres condenados a varios infiernos. Ninguno de estos reinos es eterno, pues todos sus habitantes terminan por morir y renacer en otro lugar, en función de sus buenas o malas acciones. Las deidades y los seres infernales podrán gozar o padecer los frutos de determinadas acciones durante miles de años, pero, por larga que sea su esperanza de vida, esta retribución siempre tiene su fin.
En este marco, los animales son percibidos como un renacimiento infeliz, menos doloroso que los infiernos, pero muy inferior al humano. La razón es que sus vidas están dominadas por la ansiedad, la violencia y el miedo, y que no tienen muchas oportunidades de mejorar su suerte kármica mediante las buenas obras, puesto que viven ofuscados por los deseos e impulsos más primarios. Sin embargo, así como uno no asesinaría a un dios, semidios o ser humano, ello también se aplica a los animales y otros seres desafortunados. Cualquier ser dado puede haber sido nuestro familiar, amigo o amante en una vida anterior, y, como el ciclo de renacimientos no tiene un principio discernible, seguramente los ha sido todos muchas veces. (Hay que señalar que, a diferencia de la tradición jaina, en el budismo las plantas no se consideran sintientes, y, por tanto, su destrucción no acarrea consecuencias kármicas.)
El primer y más importante precepto budista, común a monjes y laicos, es abstenerse de matar seres sintientes. Esta clase de preceptos son comprendidos como pautas que seguir para llevar una vida virtuosa y mejorar el propio karma, más que como mandamientos absolutos. Romper los preceptos no necesariamente entraña la condena o la expulsión de la comunidad religiosa, y siempre existe la posibilidad de reparar la propia vida moral. Dos historias muy populares en sus respectivas tradiciones, las de Aṅgulimāla y Milarepa, presentan a asesinos en serie que se arrepienten y, a pesar de sus terribles obras, se iluminan en esa misma vida. No hace falta decir que, si un asesino de personas puede expiar sus pecados de manera tan dramática, el Nirvana permanece potencialmente abierto incluso para los gourmets más carnívoros.
Justificación del no vegetarianismo
El karma en el budismo temprano es estrictamente individual: recoges lo que tú mismo siembras. Un discurso búdico nos advierte:
Esta mala acción tuya no fue hecha por tu madre, ni por tu padre, ni por tu hermano, ni por tu hermana, ni por tus amigos, ni por tus familiares, ni por ascetas o brahmanes, ni por deidades: sólo tú has hecho esta mala acción; sólo tú experimentarás su resultado (Majjhima Nikāya, 130).
Esta propiedad privada e intransferible del karma refuerza la responsabilidad individual, pero, en cierto modo, también evita responsabilizarse por acciones de terceros. Esto es relevante cuando evaluamos moralmente el consumo de animales que no han sido sacrificados por uno mismo. Desde este punto de vista, si uno saca partido (mediante la compra o la consumición) de un sacrificio realizado por otra persona, como por ejemplo un pescador o un matarife, serán ellos los que experimenten una mala fruición kármica, mientras uno permanece libre de ella. Una historia, tomada de la colección Aṅguttara Nikāya (8.12), lo ilustra bien.
El general Sīha invita a un número de monjes a almorzar en su casa, el día siguiente a su conversión al budismo. Pronto se corre la voz de que está preparando platos cárnicos para la ocasión. Algunos ascetas jainas vegetarianos lo censuran a él y a los monjes que participarán en el banquete. He aquí la respuesta del hombre a los chismosos, en representación de toda su familia: «Nosotros no tomaríamos la vida de un ser vivo deliberadamente, ni aun para salvar la propia vida». Sīha ha despertado al Dhamma y es retratado como un individuo respetable; no hay razones para dudar de su afirmación. Él y su familia evitarían matar bajo cualquier circunstancia, pero mandan comprar carne en el mercado, lo que creen es una acción completamente diferente. En otra historia, el Kulāvaka Jātaka, una garza virtuosa decide comer sólo animales que hayan tenido una muerte natural: no abomina del pescado en sí, pero en cuanto siente los movimientos de un pez en su pico, lo suelta.
La palabra clave aquí es intencionalidad (ética). Un buda anterior, Kassapa, que habría vivido hace literalmente eones, es citado afirmando que la carne en sí no «apesta» (no es impura), sino que lo hacen las corrupciones mentales (Sutta Nipāta, 2.2). Desear matar es una intención; desear comer carne es otra, mucho menos agresiva. Por la misma regla de tres, aprobar la destrucción de vida es como destruirla uno mismo (Aṅguttara Nikāya, 10.223): tanto matar como celebrar una muerte son producto de la aversión (dosa), en diversos grados, mientras que el gusto por la carne respondería más, en principio, a la avidez (rāga). No se pueden equiparar ambos, aunque en el mundo exterior (más allá de nuestras intenciones) ambos se traduzcan en la muerte de un ser.
Y sin embargo, dicha teoría de la intención puede volverse contra sí misma: ¿no es la intención de comprar carne una intención también de que alguien mate? ¿Tan grande es la brecha entre aprobar explícitamente una muerte y apoyar económicamente a pescadores o matarifes? Algunos autores modernos se han visto desconcertados por esta actitud, a veces hasta el punto de considerarla digna de «una religión hipócrita» (Alain Daniélou, El camino del laberinto, Kairós, 2007, p. 191). Si aprovechas el sacrificio de un animal —argumentarán— eres tan culpable como el matarife al que apoyas. Ello sería asumible si se exigiera a todos el mismo grado de virtud, lo que no era el caso en el budismo temprano.
Como lo indica la propia existencia de un entrenamiento monástico, las diferentes comunidades budistas estaban sujetas a expectativas diferentes, también en lo que respecta a la dieta. Los monjes y monjas no podían decidir qué comer, aceptando sólo las ofrendas de los devotos laicos, a menos que sospecharan que un animal había sido sacrificado expresamente para ellos, en cuyo caso debían rechazarlo (Majjhima Nikāya, 55). En cuanto a los laicos, tenían amplio margen en estas cuestiones. Tenemos razones para pensar que en el entorno cultural del Buda el vegetarianismo era frecuente, aunque no universal: muchas de las ofrendas mencionadas en el canon pali parecen vegetarianas, lo que sugiere que había familias que lo eran o que servían esa clase de comida por defecto a monjes y ascetas. Los laicos budistas no debían siquiera ejercer como vendedores de carne o animales vivos (Aṅguttara Nikāya, 5.177), con lo que es evidente que su consumo no se favorecía, y el primer budista del registro histórico, el emperador Aśoka, lo limitó cuanto pudo. En cualquiera de los casos, los monjes no tenían derecho a elegir: debían aceptar lo que se les ofreciera. Esta flexibilidad era tan preciada que cuando el monje Devadatta considera hacer el vegetarianismo obligatorio para los renunciantes, su propuesta «reformista» será firmemente rechazada por su primo, el Buda.
A largo plazo, el resultado de este rechazo sería la amplia expansión geográfica del budismo, que ninguna otra religión conocida había igualado hasta ese momento. Cuando este credo del norte de India se abrió camino a través de los Himalayas, el estrecho de Palk o el golfo de Bengala, su flexibilidad dietética (y general) fue una de las razones de que recibiera una respuesta entusiasta. Los budistas conversos no estaban obligados a abandonar sus costumbres, tradiciones o estilos de cocina, siempre que no quebraran los preceptos budistas más básicos. En regiones que favorecen una dieta equilibrada a base de vegetales, como el subcontinente índico o Asia oriental, ha sido más frecuente que individuos devotos abandonaran por completo la carne, lo que es excepcional, por ejemplo, en el Tíbet, cuyas condiciones ambientales no favorecen la agricultura.
A día de hoy, los monjes budistas son más vegetarianos en Asia Oriental, en especial en China y Taiwán, donde la soja es un alimento común y los monasterios suelen incluir cocinas que respetan las preferencias de sus habitantes. Lo mismo se aplica a Vietnam y, en buena medida, a Corea. En el sudeste asiático, la tradición monástica Theravāda preserva la costumbre de aceptar lo que ofrezcan los laicos, que pueden a veces evitar la carne (en particular la ternera o el cerdo), pero cuya principal fuente de proteína ha sido, tradicionalmente, el pescado. Así pues, el interés popular por dietas puramente vegetarianas en países como Tailandia o Myanmar es tan reciente como en otros rincones del mundo.
Independientemente de cuál fuera su dieta en vida, las ofrendas de alimentos al Buda (como estas en Taunggyi, Myanmar) tienden siempre a excluir la carne.
Una aproximación
¿Qué puede aprender el vegetarianismo «secular» de la apabullante diversidad de costumbres alimenticias que encontramos en el mundo budista (y de la que aquí sólo hemos arañado la superficie)? Quizá la respuesta esté en la raíz: el intencionalismo ético. Como se ha mostrado, el budismo temprano se centra no en las consecuencias de las acciones, sino en la intención que las genera. Desde su perspectiva, es mucho peor cultivar pensamientos agresivos contra los seres vivos que consumir seres muertos puestos a nuestra disposición.
Es difícil relacionar las condiciones culturales y sociales de la época del Buda, hace veinticinco siglos, con nuestras sociedades modernas (o posmodernas), pero podemos distinguir un punto de inflexión: el vegetarianismo como un ideal flexible en un mundo repleto de sufrimiento (dukkha) irremediable. Ni la búsqueda de una pureza absoluta (que se acercaría más a algunas posturas jainas o hindúes), ni un llamado idealista a erradicar el sufrimiento en el mundo (que sólo sería extinguible a nivel individual). El vegetarianismo como pureza de intención, más que de acción.
Muchos budistas vegetarianos no tienen inconvenientes en asistir a eventos donde se sirve carne y pescado, incluso en templos. La tradición budista no les ofrece razones para desarrollar una actitud beligerante hacia sus familiares, amigos, o cualquier otro que no comparta su estilo de vida (que, en países como Sri Lanka, son el grueso de sus compatriotas). Aunque la mayoría de budistas aprecian el vegetarianismo como disciplina espiritual—ya lo practiquen ellos mismos o no—, también sospechan que la ira es en sí misma una de las raíces del sufrimiento: aquello que nos hace matar en primer lugar.
Probablemente no sea necesario dar ejemplos recientes de vegetarianismo «beligerante», pues son muchos o cuanto menos notorios. En el imaginario popular, el budismo suele ser percibido como una religión apaciguadora: el credo que «domó» al temible emperador Aśoka, a los belicosos mongoles o a pueblos que practicaban el sacrificio humano (y animal). No sería sorprendente que la flexibilidad budista ayudara también a limar algunas aristas del vegetarianismo secular. Aunque, sin duda, ideas como la completa inutilidad de la ira o la confrontación son de digestión lenta.
Óscar Carrera es graduado en Filosofía por la Universidad de Sevilla y máster en Estudios del Sur de Asia por la Universidad de Leiden, donde escribió una tesis sobre la música y la danza en la literatura pali. Conoce en profundidad las regiones budistas del sur y del sudeste asiático y ha publicado varios títulos sobre música y sobre religiones, que se pueden consultar en: http://leidenuniv.academia.edu/OscarCarrera
Extraído de: buddhistdoor.net
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